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GENTE QUE SALE POCO
GENTE QUE SALE POCO

…come sail your ships around me… Si tres años atrás la mancha de humedad en la pared trazaba un borrador de nubes acolchadas y olas espumosas rompiendo en las rocas, esa mañana, ya definitivamente, recreaba los detalles del naufragio que sus ojos de entonces no podían presagiar. La valija se adivinaba en el espacio entre una silla y un pequeño escritorio que no combinaba con el resto de los muebles. Su superficie estaba deformada por protuberancias ondulantes que amenazaban con rasgarla empujando al hacerse camino; estas saliencias de formas caprichosas, se revelaban esculpidas al compás de un llenado rápido, indiscriminado, con una violencia guiada más por el despecho que la codicia. Esa valija era, junto al cuadro de El beso de Picasso a medio envolver y el esmalte del marco saltado en las puntas, el souvenir perfecto de la tragedia.

…and burn your bridges down…. Ahora más que recriminarse por su entrega sin resguardo o sufrir el dolor de reconocer lo perdido, la asaltaba un miedo paralizante y obsesivo a una incertidumbre: lo que le faltaba por descubrir destrozado. Se imaginaba cubierta de una especie de ceniza, unos restos de origen irreconocible, ¿Cómo reconocer materiales, técnicas o procedencia en una sustancia casi volatilizada que era toda igual y que era casi nada? Pensó en esos sueños en donde uno se descubre sin piernas, sin lengua o sin cara y se desespera; desconoce cómo y cuándo comenzó todo; si será permanente o podrá recuperarse. Sorprendido, uno empieza a recriminarse; a buscar motivos y soluciones, entre las que encuentra que todo es un mal sueño, y así, se esfuerza por tranquilizarse y apurar el despertar. ¿Qué era lo que un día descubriría irremediablemente aniquilado? ¿Habrían desaparecido cosas esenciales, constitutivas de su ser? ¿Se descubriría algún día incompleta, con otro rostro, o con una diferencia apenas perceptible que, sin embargo, lo cambiaría todo?

Recordó una película y esas almas en tránsito demoradas por un mandato incumplido o aquellas criaturas con conciencia de sí actuando como partícipes inocentes en planes siniestros, en los que lo único cierto es su propia, concreta y tangible inexistencia. Volver con los viejos: a la cama con los pozos del colchón que se formaron como se hizo su cuerpo, estirando los brazos, alargando los pies, ahuecando sus mejillas y marcando la cintura; pero a los que ya se había desacostumbrado y al colocarse de nuevo sobre ellos incomodaban, aun más, sus noches insomnes. Al ventilador que soplaba hacía quince años dos gotas de aire por cada diez decibeles de ruido; a la cortina con el agujero que desde su adolescencia no había querido cambiar porque dejaba pasar un haz de luz redondo y teatral que iluminaba un portarretrato apoyado en la biblioteca, en el que colocaba una foto distinta según la época: una persona, un personaje o una afición ganadores de su interés adolescente del momento.

La habitación, como la mancha de humedad, se había transformado. Parecía luchar en contra de reconocer en esa criatura teñida de agobio y amargura a su antigua habitante: le negaba el abrazo reparador de sus paredes, la comodidad de descansar en sus superficies. Incómodo para lo que fuese y hasta hostil, su anterior dormitorio parecía luchar por preservarse de la profanación que le significaba su vuelta, porque la intuía triste, obligada y transitoria. Al sentir su mirada impiadosa recorriendo el papel descolorido, el parquet ennegrecido y opaco, respondía con la misma impiedad hacia su gesto derrotado, a las arrugas que empezaban a destacarse en los ojos hinchados de las últimas semanas, al olor ácido del aliento después de sus vómitos matutinos, al cabello descuidado y sucio de los días de aislamiento. Trató de revivir cuando, no hace tanto, algún domingo a mediodía dejaba a Fernando de sobremesa con la familia y se escapaba a tirarse en la cama; oler los placares, abrir los alhajeros y las cajas metálicas de bombones llenas de papelitos.

Pero obligarse a regresar a esos recuerdos que preferían ser evocados ante un mejor escenario, le agregaba estupidez a su desgracia: era estafarse practicando sin fe los consejos de una revista femenina o un libro de autoayuda o un maestro espiritual con conjuros infalibles para las flaquezas de la autoestima. Pensó en algo sin propósito, rebelde y reconfortante para hacer en ese momento y no se le ocurrió más que buscar sigilosamente el whisky del barcito y el medio pote de dulce de leche de la heladera, e intentar atontar aún más sus pensamientos. We make a little story, baby, every time you come around… hizo una mueca que quiso ser sonrisa cuando de un sitio desconocido de su cabeza que seguía la canción brotó : -little, muy little nuestra historia– y Nick Cave se quedó mudo.

-Arreglálo, maestro- le dijo al portero poniéndole un billete en la mano.Lo dejó contemplando las cajas y paquetes que tenía que hacer desaparecer de la cochera y subió al departamento. La luz roja del contestador mostraba intermitentemente el número tres. Absorto en la nada, miró fijo al aparato sin percatarse como la luz se le mostraba en su intimidad, descomponiéndose en millones de fotones que, como un rompecabezas con luciérnagas como piezas, armaban y desarmaban el tres. Borró los mensajes sin escucharlos. …tragedia en Boulogne: un asaltante ultimó a un padre de familia… llegaba el murmullo de la televisión permanentemente sintonizada en un canal de noticias.

Ningún pensamiento siquiera asomaba desde una ventana o grieta remota de su conciencia mientras ordenaba los papeles del trabajo. Experimentó una sensación cuya intensidad, si se pudiese multiplicar unas cuantas veces, alcanzaría a identificarse como placentera, cuando se dio cuenta de que nada le impedía seguir con el balance hasta quedar dormido, con las noticias como música de fondo. Antes de continuar, estiró el brazo para tomar la caja del costado del placard del dormitorio, abrió el estuche gamuzado y esta vez sí se quedó contemplando atento el atrayente resplandor de su más reciente compra. Movía lentamente la cabeza para que la pieza le devolviera un brillo parecido a los adornos de Navidad de cuando era chico

. …el delincuente perdió la vida en la huída… Desde que lo había comprado la semana anterior, ensayaba unos diez minutos de poses frente al espejo, dos y hasta tres veces por día; pero esta vez lo colocó en la cintura, primero atrás y luego adelante, mientras se sentaba frente al escritorio a continuar con sus planillas.

Revisó antes de acostarse su correo electrónico, encontró una novedad entre tanta propaganda: la invitación de un compañero de secundaria a una reunión de exalumnos. Ningún aniversario, sólo había conseguido por acceso a listas supuestamente restringidas, el mail de todos sus compañeros y se le había ocurrido una cena de reencuentro. Entre sus recuerdos nebulosos no pudo individualizar quién era Pablo A. Federico. Le sonaba Pablo Alberto Federico como habitualmente se recuerdan los nombres de los compañeros de escuela: completos, hasta con una particular entonación cambiante según los diferentes docentes y celadores que pasan lista a lo largo de los años. Rechazó ese dato como habitualmente rechazan los adoradores fervientes de la eficiencia o los brigadistas incansables contra el sin propósito cualquier información cuya utilidad no fuese capaz de dilucidarse en el plazo inmediato. Por ese mismo motivo, borró el mail. …el asesino es intensamente buscado en los alrededores de la remisería… fue lo último que escuchó esa noche mientras guardaba la pieza en su estuche, antes de caer vencido por el sueño. Durante las semanas siguientes, recibió tres mensajes más detallando los pormenores de la reunión: que serían quince, todos varones. No mencionaban a las dos mujeres que había en su división de escuela industrial; no supo si porque ellas habían declinado la propuesta o por simple falta de invitación. Lo único que recordaba de ellas era el porque no valía la pena acordarse: eran feas. Una tenía aspecto de machona y la otra era un espanto, simplemente. Creía que la machona se había puesto de novia con uno de los compañeros, un escuálido intrascendente, Forrini le decían todos así que debía apellidarse Fiorini o algo así. La otra…. Ni siquiera se acordaba si había terminado sexto año con él.

Seguir los pormenores de la organización de la reunión desde los mails que nunca contestaba pero que continuaban llegando, había despertado en su vida un interés que, aunque insípido y contradictorio, él mismo no llegaba a comprender ni resistir. Desarrolló la rutina de revisar su bandeja de entrada varias veces en el día y dedicar unos minutos de especulaciones a las novedades que traía cada mensaje. Pasadas tres semanas del primer correo electrónico, se apuntó como concurrente a la cena: temió perderse las noticias de los compañeros que explicaban su inasistencia o la dirección del lugar de encuentro si no daba ninguna respuesta. De cualquier modo, no pensaba hacerse presente con lo ocupado que lo tenía el balance. Unos días más tarde, por la noche, miró su camisa y advirtió la suciedad de varios días de uso. El trabajo lo tenía distraído incluso de su habitual pulcritud. Afortunadamente, estaba casi terminado y sin lugar a dudas, le iba a significar un ascenso en breve y un inmediato cambio de oficina al sector remodelado del edificio. Mientras buscaba una camisa planchada, se le ocurrió que quizás ir a la cena le serviría para despejarse y así volver a trabajar con mayores bríos. Además, podría hacer contactos laborales para el futuro con aquellos ex compañeros afines a quienes les habían ido bien las cosas; y por qué no, regocijarse disimuladamente con los que habían fracasado. Esa noche durmió de un tirón.  (continua) "El felpudo y otros cuentos" 2012 Edición Tinta libre